Nadie
me besó al llegar a París
a pesar de que
en la Gare
d´Austerlitz
las mujeres
tuvieran su mirada puesta en lejanías
y sus labios rojos
todavía hubieran podido detenerse en mí.
Mi mochila
anunciaba un viaje sin regreso
y aunque me
perdí en los muelles pulcros de Ámsterdam
y en sus luces
rojas
encontrara
reflejos dulces por todas las bocas,
nadie, que yo
recuerde,
selló el
tatuaje de mi pecho.
Ni siquiera
cuando en Marsella
sus sombras
tenían color de arena
y eran sus
cuerpos un oasis traído del desierto.
Tampoco en
Génova bajo la luz del este
que anunciaba
en sus ojos el adviento.
Ni siquiera en
El Pireo mi rastro fue más allá de una noche,
la que puede
durar un paquete de cigarrillos turcos
y una botella de metaxa.
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